Comentario
CAPÍTULO XII
Prosecución de nuestro viaje. --Una aguada. --Las aguadas artificiales construidas por los antiguos aborígenes. --Examen de una de ellas por el señor Trejo. --Su construcción. --Pozos antiguos. --Cisternas. --Un rancho de caña dulce. --Rancho Yakathel. --Rancho Choop. --Llegada a Macobá. --Las ruinas. --Alojamiento en una miserable cabaña. --Pozos. --Edificios arruinados. --Otra aguada. --Nuevas cisternas. --Asombro de los indios. --Amoríos subitáneos a primera vista. --Caracteres interesantes. --Partida. --Espesuras. --Rancho Puut. --Incidente. --Situación del rancho. --Agua. --Ruinas de Mankix
A la mañana siguiente, después del desayuno pusímonos otra vez en marcha, escoltados del señor Trejo, siguiendo un camino de ruedas hecho por él, y como a la distancia de media legua llegamos a una espléndida aguada. En la apariencia no era más que un charco de agua pintoresco, sembrado de arboleda, cubierto en la superficie de la planta acuática llamada por los indios xicin-chaac, que, en lugar de ser una suciedad del agua quitando al sitio su aspecto pintoresco, sirve por el contrario para preservarla de la evaporación. En la aguada, que es el único repuesto que provee a las necesidades del rancho, estaban los indios llenando sus cántaros. Estas aguadas habían llegado a ser un objeto de sumo interés para nosotros. Desde nuestro arribo al país habíamos oído decir que eran artificiales, y construidas por los antiguos aborígenes lo mismo que las ciudades arruinadas que estábamos visitando. Al principio tuvimos todo esto por mera conversación, y con tales visos de maravilloso que no le prestamos el menor crédito; pero, conforme nos internábamos en el país, las aguadas iban tomando un carácter más definido. Hallábamonos entonces en una región en que todos los habitantes se proveen de las aguadas: todo el mundo las tenía por obra de los antiguos, y al cabo venimos a conseguir lo que con tanto anhelo solicitábamos, a saber: un informe cierto, preciso y definido que no admitiese duda ninguna.
Habiendo sido inútiles los esfuerzos empleados para conseguir agua del pozo que estaba en la plaza, del cual he hecho ya referencia, el señor Trejo convirtió toda su atención a esta aguada en el año de 1835. Estaba persuadido de que los antiguos se habían servido de ella como de un depósito de agua; y, aprovechándose de la estación seca, hizo un minucioso examen que le corroboró su creencia. Había estado abandonada por muchos años y la encontró con tres o cuatro pies de fango en toda su extensión. Al principio se arredró de la empresa de limpiarla, por las preocupaciones que las gentes abrigaban, pues temían que, desde el momento en que se tratase de limpiarla, desaparecería hasta la poca agua que daba. Habiendo conseguido un permiso del gobierno en el año de 1836, a fuerza de labores y persuasiones pudo asegurarse la cooperación de los ranchos y haciendas de algunas leguas a la redonda, y al fin, empeñando a todos en la tarea, logró reunir mil quinientos indios para ocuparse de la obra a un mismo tiempo, bajo la inspección de ochenta mayordomos o sobrestantes. Al extraer las últimas capas de lodo, se halló un fondo artificial de grandes piedras labradas, colocadas la una sobre la otra y juntas por medio de una mezcla de barro encarnado y oscuro, muy diferente del que se emplea en toda la comarca. Las capas de piedra sobrepuestas eran varias, y no quiso seguir excavando hasta la más profunda, por temor de que accidentalmente se lastimase el cimiento, y se le achacase semejante falta.
Cerca del centro de la aguada, y en ciertos puntos que nos señalaba desde la orilla, el señor Trejo descubrió cuatro pozos antiguos de cinco pies de diámetro, cubiertos de una piedra mampuesta de ocho pies de profundidad y llenos de lodo en la época que se descubrieron. Además de estos pozos, encontró en la margen interior de la aguada más de cuatrocientas casimbas o cisternas, que eran otros tantos agujeros en que se filtraba el agua; sirviendo éstas y los pozos para proveer de agua, cuando el gran depósito quedaba seco.
Todo el fondo de la aguada, con inclusión de los pozos y cisternas, quedó limpio y despejado. El señor Trejo repartió las casimbas entre todas las familias, para que cuidasen bien de la que tocaba a cada una, mientras que el depósito general quedaba dispuesto para recibir las aguas llovedizas en la estación competente. Sucedió que el año próximo inmediato fuese uno de los más extraordinarios por la falta de aguas, y todo el país circunvecino se encontraba destituido de este elemento tan necesario. Pues en ese año, según nos dijo el señor Trejo, más de mil caballos y mulas acudían diariamente a la aguada, aún del rancho Santa Rosa, distante de allí seis leguas, cargadas de barriles para conducir el agua en todas direcciones. Familias enteras fueron a establecerse en las orillas de la aguada: se abrieron tendejones para la venta de víveres, y hasta el carnicero tenía allí sus mesas de venta. La aguada proveía a todos; y cuando ésta se agotó, los pozos y las cisternas dieron el agua suficiente hasta la vuelta de la estación de las lluvias, pudiendo así todos los emigrados volver a sus domicilios
Durante todo nuestro viaje habíamos estado muy molestos por la continuación de las lluvias; pero en aquel sitio nos pareció eso un verdadero infortunio, porque nos privaba del placer de examinar el fondo de la aguada y los pozos antiguos que contenía. El señor Trejo nos dijo que de ordinario estaba seca la aguada en aquella estación, ocupándose las gentes en extraer el agua de los pozos y casimbas. Este año, por fortuna suya y desgracia nuestra, abundaba el agua todavía. A pesar de eso, era de sumo interés contemplar este antiguo receptáculo, reparado y restablecido a sus usos primitivos, y saber, mientras paseábamos por sus orillas, los medios y artificios empleados para conseguir aquel objeto. Centenares de estos receptáculos yacen acaso ocultos en los bosques y florestas de Yucatán, que sin duda proveyeron de agua a la vasta población que hubo en otros tiempos en el país.
Al dejar la aguada, nuestro camino continuó sobre una llanura plana y cubierta de arboleda, húmeda aún y lodosa por las lluvias recientes; y, como a distancia de una legua, llegamos a un rancho de caña perteneciente a un caballero de Oxcutzcab, que había sido socio del señor Trejo en la empresa de limpiar la aguada, y que nos ratificó cuanto este último nos había referido. A otra legua más allá, alcanzamos el rancho Yakathel habitado enteramente por indios; y desde allí el camino se extendía en una hermosa sabana o pradera en que había varias aguadas. Al término de ella, llegamos al rancho Choop, entrando en un buen camino, diferente de las veredas de milpas tan frecuentes, muy parecido a un excelente camino real, formado por el tráfico constante de las bestias de carga que acudían a las aguadas.
Después del mediodía pasamos por enfrente del camposanto de Macobá, y al rato, después de subir una colina, vimos a través de los árboles las paredes viejas de los antiguos habitantes. Éste era uno de los sitios más selváticos que yo hubiese visto jamás: los árboles eran más corpulentos, y nos sentimos algo excitados al tiempo de acercarnos allí, porque habíamos oído decir que la antigua ciudad se había repoblado nuevamente, y que los indios vivían todavía en los edificios antiguos. Era ya la caída de la tarde y los trabajadores volvían del campo concluidas sus tareas: el humo salía de los edificios, y la cumbre de éstos, vista a través del follaje, parecía llena de gente; pero, apenas hubimos llegado, cuando sentimos un pesar profundo y en nada estuvo que retrocediésemos. Se presentaba la misma idea que al ver a los miserables árabes errando junto a los templos arruinados de Tebas, horrible contraste entre la miseria presente y la magnificencia pasada. Las puertas se cerraban con hojas y ramas de árboles: los adornos esculpidos de las fachadas estaban negreando del humo que brotaba de esas puertas, y todo lo que aparecía en rededor no era más que la mezquindad y pobreza de los utensilios domésticos de la familia de un indio. Conforme nos íbamos acercando, los indios nos contemplaban con asombro, y las indias desnudas, arrebatando a sus chiquillos, que lanzaban gritos, salían corriendo para ocultarse.
Entre estas ruinas el mayordomo había erigido un rancho. Como todo lo que hasta allí habíamos visto perteneciente al cura de Xul se encontraba en el mejor orden, no temíamos por nuestro alojamiento; pero conocimos que nada en este mundo debe tomarse por seguro. El rancho tenía techo de paja, y el piso era de tierra floja y sucia, sembrado de montones de maíz, frijoles, huevos, cajones, cestas, pollos, perros y palomas. Había dos miserables hamaquillas sucias: en una de las cuales se estaba meciendo un indezuelo y de la otra acababa de quitarse el cadáver de un hombre, cuya reciente sepultura habíamos visto en el camposanto.
El mayordomo era un viejecillo pequeño, estúpido y candoroso, que procuró darnos mil excusas por el estado de confusión en que todo se hallaba con motivo de la muerte y del entierro que acababa de verificarse. Estaba esperándonos, y tenía órdenes de su amo para tratarnos con la debida consideración, y en consecuencia mandamos que se barriese la habitación y se arreglase todo. Como la noche se aproximaba y nuestros cargadores no aparecían, comenzamos a conocer que nuestras molestias irían en aumento. No temíamos que hubiese ocurrido ningún robo: Bernardo estaba en compañía de aquéllos, y, conociendo sus propensiones, lo más que supusimos fue que se habría detenido en algún rancho so pretexto de mandar hacer algunas tortillas y que, habiéndosele hecho tarde, habría extraviado el camino. Pero fuese cualquiera la causa, lo cierto es que con su ausencia carecíamos de todo lo que podía servirnos en el viaje. Hallándonos además de eso sin velas, tuvimos que sentarnos en la casucha en medio de la oscuridad más completa, escuchando atentamente el rumor que indicase la proximidad de nuestros cargadores, hasta que Albino consiguió un cajete roto de aceite de higuerilla con su mala mecha, con lo cual, lográndose la iluminación de ese pequeño rincón, hacía más patente lo triste y lúgubre de tan desagradable escena.
Pero lo peor de todo era el temor de que nos fuese preciso dormir en aquellas hamacas infectadas de insectos, de una de las cuales acababa de ser removido un cadáver. Así pues, le dijimos al mayordomo que las quitase de allí y pidiese alquiladas otras, que acaso no eran en realidad mejores que las del rancho. Albino y Dimas se echaron en el suelo, si bien les fue imposible permanecer en él por mucho tiempo. Dimas se colocó cuan largo era sobre un tronco, y Albino se metió en una batea de lavar que, si bien le removió del puro suelo, no por eso quedó fuera del alcance de los saltos de las pulgas. Por fortuna hacía un frío cruel, que nos libertó de un acceso de fiebre; pero esa noche fue una de las peores que hayamos pasado en el país.
Por la mañana muy temprano Bernardo fue apareciéndose: él y los cargadores habían pasado mayores trabajos que nosotros, porque, habiéndose extraviado, anduvieron errantes hasta las once de la noche en que llegaron a un rancho. Allí supieron su equivocación, pero estaban demasiado cansados para poder continuar con la carga a cuestas, y, tomando por guía un indio del rancho, volvieron a ponerse en camino dos horas antes del amanecer.
El rancho Macobá apenas tenía cuatro años de establecido. Su situación era en medio de una inmensa floresta: hasta allí sólo había servido para sembradíos de maíz; pero el cura tenía el proyecto de comenzar en el siguiente año una siembra de caña dulce. Lo que le condujo a establecer un rancho en aquel paraje era la existencia de los edificios arruinados, que le ahorraban el gasto de levantar cabañas para la habitación de los criados; además de que allí había pozos y otros varios restos de receptáculos de agua. En las inmediaciones de los edificios nos encontramos cuatro pozos, sin haberlos buscado ni preguntado por ellos; pero todos estaban llenos de escombros y secos. En verdad que eran tantos los que se conocían, y tan abundantes los medios de proveerse de agua, que el señor Trejo estaba a punto de entablar una aparcería con el cura Rodríguez con la esperanza de limpiar y restablecer estos antiguos receptáculos, proporcionar abundancia de agua y atraer allí una numerosa población de indios.
Mientras llegaba a realizarse esto, el cura había hecho construir dos grandes estanques o aljibes, uno de los cuales tenía veintidós pies de diámetro con otros tantos de profundidad: el otro era de dieciocho pies. Ambos estaban bajo un cobertizo circular cubierto de mezcla e inclinado hacia el centro, el cual recibía la masa de agua llovediza en la estación de las lluvias, transmitiéndola a las cisternas, con lo que se formaba un depósito de reserva para todo el tiempo de la seca, bastando, según nos dijo el mayordomo, para cincuenta personas además de las gallinas, cerdos y caballos.
No eran tan extensas las ruinas en este sitio como habíamos esperado que lo fuesen. Dos eran los únicos edificios ocupados por los indios: ambos se hallaban en las inmediaciones de nuestra cabaña, y muy arruinados. Crecía a su lado un hermoso álamo, que, mientras yo andaba en otra dirección, los indios comenzaban a echarlo abajo; pero felizmente volví a tiempo para salvarlo. Un edificio es como de ciento veinte pies de frente: tiene dos pisos con una grande escala en la parte opuesta, y que hoy se halla arruinada. El cuerpo superior está enteramente destruido; pero, a pesar de eso, alguna parte de él está habitada por los indios.
Por la tarde nos dirigimos el doctor Cabot y yo hacia la aguada, movidos por el carácter selvático del paraje y por los relatos de los indios que nos hablaban de unos pájaros raros, que debían hallarse en aquella dirección. El camino cruzaba un hermoso bosque muy diferente de los matorrales cubiertos de zarzas y espinos, pues ésta era la más bella floresta que yo hubiese visto jamás, abundando en árboles de zapote y cedro. A distancia de media legua torcimos a la derecha tomando una pequeña y casi imperceptible vereda, en cuyo término estaba la aguada, que no era más que un estanque cubierto de zacate. Bajamos a ella, y, al desmontar, el primer paso que di me llevó a un agujero, que era una casimba o cisterna hecha por los indios para recoger el agua filtrada. Descubrimos varias otras de la misma especie, y, para evitar a nuestros caballos un fracaso, dimos vuelta a la aguada por la parte exterior caminando con la debida precaución. Estas casimbas eran sin duda recientes, y no descubrimos indicación ninguna de que allí hubiese pozos antiguos; pero, a pesar de eso, es probable que existan algunos, pues la aguada ha permanecido desconocida y, sin uso por mucho tiempo: el lodo se ha acumulado, y sin removerlo no es posible conocer el carácter y construcción del fondo.
Regresé oportunamente de la aguada para ayudar a Mr. Catherwood a tomar el plano de los edificios. Nuestra presencia en aquellos lugares selváticos había asombrado a los indios. Durante el día mientras andábamos cerca de los edificios, las mujeres y los chiquillos corrían a encerrarse dentro, y, cuando entrábamos en las habitaciones, salían de ellas más que de prisa. Poco acostumbrado el viejo mayordomo a una conmoción semejante entre las mujeres, nos seguía de cerca y con ansiedad, pero respetuosamente y sin despegar los labios; así es que, cuando cerramos el libro diciéndole que ya habíamos concluido, levantó ambas manos y con una expresión como de alivio exclamó "Gracias a Dios: la obra está acabada".
Nada tengo que decir relativo a la historia de estas ruinas: no son ellas más que el recuerdo de una antigua ciudad, que sería absolutamente desconocida si esos restos no existiesen; ni entre las notas de mi libro de memorias he hallado siquiera cómo ni quién me dio noticias de su existencia.
Marzo 2. Por la mañana muy temprano nos preparábamos ya para ponernos en marcha, cuando en los momentos de salir supimos que Bernardo quería variar la monotonía del viaje con casarse. En el pozo se había encontrado con una muchacha de trece años, mientras que él tenía dieciséis; algunos tiernos coloquios habían ocurrido entre ambos en tanto que él la ayudaba a sacar el agua, y el muchacho había confiado a Albino su pasión y sus deseos; pero se encontraba contrariado por aquel impedimento, que en todo el mundo mantiene separados a los que han nacido el uno para el otro, a saber, la falta de fortuna. Ni la muchacha ni su padre hacían objeción ninguna con este motivo; el último, por el contrario, como era un hombre prudente, que tenía en cuenta el futuro bienestar de su hija, consideraba a Bernardo, aunque no en actual posesión de una fortuna, como un joven a lo menos de buena esperanza en razón de los sueldos que le debíamos, pero la gran dificultad que pulsaban era el dinero contante para pagar al cura. Bernardo no se resolvía a pedirnos y nada supimos en el particular, sino hasta los momentos de ponernos en marcha. Era enteramente contrario a las leyes de la hacienda el casarse lejos de la finca. Don Simón se habría disgustado de ello, y en la prisa y confusión de la marcha no teníamos tiempo para deliberar, por consiguiente le enviamos por delante, y siento mucho verme obligado a decir que esta violencia a sus afecciones jamás hizo necesario cambiarle el mote de gordiflón, que le dábamos desde que andaba con nosotros.
Entre nuestros cargadores encontramos otro ejemplo juvenil de una pasión ardiente y ya curada. Era el de un mozo como de la edad de Bernardo, es decir, de dieciséis años, que se había casado dos años antes, era padre, viudo y estaba próximo a casarse por segunda vez. Se nos había referido la historia en presencia suya, y por su sonrisa en diferentes partes de ella era difícil juzgar cuál era la que más le agradaba. Había en nuestra compañía otra persona interesante, y era un indio prófugo, que había sido cogido y regresado pocos días antes, y sobre el cual el mayordomo encargó a los otros la más estrecha vigilancia.
Nuestro camino seguía a través de la gran floresta en que estaban las ruinas. A distancia de una legua, descendimos del terreno elevado hasta las orillas de una pequeña aguada. Desde aquí, y por espacio de alguna distancia, el camino estaba sembrado de colinas hasta que salió a una gran sabana cubierta de arbustos tan elevados y compactos, que impedían el paso, cortaban la corriente del aire sin precavernos del sol, y hacían absolutamente dificultoso el tránsito. A la una de la tarde llegamos a los suburbios del rancho Puut. La población era una larga hilera de vacilantes cabañas, que nos pareció interminable por la vehemencia del sol tropical que caía a plomo sobre nuestras cabezas. Mr. Catherwood se detuvo en una de las cabañas a pedir un poco de agua, y yo seguí caminando hasta llegar a un llano descubierto en forma de plaza, decorado de casas de guano, con una iglesia de la misma construcción en uno de los lados. Pregunté a una mujer que acechaba por una puerta cuál era la casa real, y me designó una cabaña arruinada que estaba del mismo lado y en cuyo portillo desmonté; pero apenas había dado un paso, cuando vi mis pantalones blancos cubiertos de pequeños insectos negros saltantes. Retireme de prisa, y vi a un hombre que cruzaba a la sazón por la plaza, quien me invitó para su habitación, que era limpia y cómoda, y cuando Mr. Catherwood llegó, ya las mujeres de la casa estaban ocupadas preparando nuestra comida. Mr. Catherwood había recibido las mismas señales de benevolencia en otra choza indiana. La palabra há quiere decir agua en lengua maya; pero siendo aquella mañana la de su primer ensayo, Mr. Catherwood había pedido kak, que significa fuego, y la mujer le trajo una brasa. Rechazola y continuó pidiendo kak, fuego. Entonces la mujer se sentó y comenzó a preparar un cigarrillo de paja, que le fue presentado. Hallándose sentado, expuesto al sol y abrasado de sed, echó a un lado la lengua maya y por medio de signos hizo entender lo que pedía, con lo que logró al fin que se le trajese el agua.
Nuestro huésped, que era un mestizo y además un ex alcalde del lugar, nos proporcionó otra cabaña desocupada, que hicimos barrer y preparar bien mientras llegaban nuestros cargadores.
La situación de este rancho era en un hermoso llano descubierto: la tierra buena y el agua abundante, aunque no muy próxima, pues era preciso ocurrir a buscarla a una aguada, a donde enviamos nuestros caballos, y se tardaron tanto, que a la mañana siguiente, como que la aguada apenas se apartaba un poco del camino, determinamos ir nosotros a ella y bañarlos y darles agua.
Desde este rancho pensábamos visitar las ruinas de Manküx; pero supimos que para llegar a ellas se necesitaba hacer un gran rodeo, y a la vez recibimos noticias de otras ruinas situadas en el rancho Yakabcib, de que no habíamos oído hablar antes, y que se hallaban en el camino que íbamos a tomar. Determinamos por entonces continuar la ruta que nos habíamos ya designado, de donde resultó que nos quedamos sin visitar las ruinas de Manküx, las cuales, según informes más circunstanciados que recibimos después, cuando ya no teníamos tiempo de aprovecharnos de ellos, merecen la atención del futuro viajero que vaya a visitar las ruinas de Yucatán.